Indumentarias del deseo

Las imágenes de Raquel Mora tienen una poderosa capacidad de seducción, que emana del concepto de dépaysement o extrañamiento, propio de poéticas como la metafísica y la surrealista, con el que la artista consigue atraer y fijar la mirada del espectador. Esta cualidad, que ya aparecía perfectamente reflejada en su anterior muestra  individual celebrada hace dos años en la Galería Altamira de Gijón, se revela como fundamental en su nueva serie de trabajos reunidos bajo el título de Indumentarias del deseo y que constituyen el grueso de la presente exposición.

En este caso, el dibujo vuelve a ser la técnica a través de la cual la artista madrileña despliega su particular sensibilidad. Éste se caracteriza, una vez más, por la limpieza y elegancia de su trazado, erigiéndose, al mismo tiempo, en el único elemento que rompe con la neutralidad monócroma, tendente al blanco, de las telas convenientemente preparadas sobre las que se recorta. En este sentido, el diálogo que se establece entre línea y plano, sin ningún otro elemento que venga a distorsionar esta comunicación, constituye uno de los grandes aciertos del trabajo de Raquel Mora, y ello  tanto desde el punto de vista formal como conceptual de la creación.

Efectivamente, en lo que al primero de esos niveles se refiere, la artista madrileña se vuelve a revelar como una de las grandes especialistas en esta técnica dibujística que pueden encontrarse en el panorama artístico del momento. De su trabajo se deduce que han quedado atrás los días en que a esta modalidad se la debía considerar secundaria, menor o simplemente medio para un producto creativo superior. Dotado en este caso de una autonomía plena, y por utilizar una metáfora anatómica que puede ser pertinente para esta serie de obras, el trazo consigue generar no sólo el esqueleto de las mismas, como suele ser lo habitual, sino también el resto de órganos, músculos y tejidos o, por decirlo de otra manera, su totalidad. Y ello a través de una versatilidad en el manejo de este elemento que enseguida nos informa de que estamos ante una creadora estudiosa de los grandes momentos y artistas del pasado, ya sean clásicos o anticlásicos, que han apostado por esta técnica de forma individual o por este recurso como elemento en torno al cual levantar sus trabajos sobre lienzo. Ahora bien, este enorme bagaje histórico-artístico que  tiene Raquel Mora no se traduce, desde el punto de vista formal, en una obra pasadista, o llena de tics y referencias. Muy al contrario, un aspecto decisivo de esta pintora es la capacidad que tiene para fusionar esa dimensión tradicional en la consideración y manejo del dibujo procedente del pasado con una clara vocación de modernidad. De su combinación, y de la tensión resuelta en equilibrio que esto conlleva, surge una propuesta llena de interés y originalidad.

En ello juega un papel fundamental la naturaleza de las imágenes con las que trabaja. Éstas se presentan la mayor parte de las veces exentas, con escasas referencias que permitan la contextualización espacio-temporal de las mismas. Ello las dota de una elevada dimensión abstracta y de una poderosa fuerza onírica, a las que hay que sumar la contundencia que muchas veces tiene su puesta en escena, para la que casi siempre se prefiere un punto de vista frontal, que muchas veces roza lo hierático, o de medio lado. Además, estas figuras, que se despliegan ocupando, de forma silenciosa y rotunda, la mayor parte del cuadro, destacan por la fuerza de su planteamiento iconográfico, que abarca múltiples registros propios de tradiciones como pueden ser la preclásica, la clásica, la simbolista, la decadentista o la propiamente surrealista. En este sentido, quizás el peso de este último filtro sea, una vez más en la obra de esta artista, fundamental, dado que se trata de creaciones en la que los seres aparecen constantemente transfigurados. Son la mayor parte de las veces seres híbridos, a mitad de camino entre lo humano, lo vegetal y lo animal. También seres cosificados, con sus miembros amputados o próximos a la estética del maniquí, máximo ejemplo de la alienación y desnaturalización a la que pueden llegar las mentes y los cuerpos humanos. Ahora bien, a pesar de la tensión y el desasosiego que disimuladamente pueda latir detrás de estas composiciones, no cabe duda de que un halo de belleza (convulsa, por lo tanto, a la manera de Breton) las recorre. También, y en ocasiones, cierto grado de humorismo. En este sentido, se trataría ésta de una nueva tensión resuelta en equilibrio presente en la compleja obra de Raquel Mora, que con su nueva serie pretende realizar una reflexión en torno a los disfraces que a través de la historia adopta el deseo, un impulso al que, entre otros, el poder político y religioso, así como la cultura, la magia y el mito, no han sido ajenos.

Alfonso Palacio